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20 de diciembre de 2010

Sólo hacía falta imaginarlo.

Recodaba que cosía cada amanecer entre las rejas de su ventana cuando estaba con él y cómo se le ponía la piel cuando le susurraba un te quiero al oído. 
Que cuando él se acercaba, le temblaba la rodilla izquierda y se le extendía el tembleque al dedo meñique, no sabía por qué sólo al meñique pero tampoco la importaba porque tenía de frente unos ojos marrones que podían crear mundos aunque no hubiese aire suficiente
Y exactamente en ese instante es cuando comenzaba a sentir las mariposas, el brillo en los ojos y los coloretes más rojos de lo normal. Y después se marchó, arrasó con todos los abrazos y con cada guiño. Y aunque ella todavía tenía colgadas en las pestañas todas sus sonrisas, él ya había olvidado como olía su pelo. 




En su piel aún seguía la marca de cada caricia, aquellas que un día la hicieron daño, las que arañaron su piel e incluso su alma, las que la habrían heridas y con ellas, recuerdos. Y las que más tarde, la hicieron fuerte. Y luchó contra todos los recuerdos, los arrumacos y los besos infinitos. Cambió la historia, recalcó lo cruel que fue él y lo que carcomían sus tequieros, dejándole como el malo de la película. Enterró cada tarde de su mano y cada noche en su casa, asfixiando así los buenos momentos que implicaban su nombre. Descosió cada amanecer y sonrió.

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